"The Brutalist", de Brady Corbet
La película candidata al Oscar expone la relación imposible entre los millonarios y los artistas. La lógica de poseer frente a la voluntad de crear.
¿Puede una película donde el protagonista es un judío sobreviviente del Holocausto que emigra a Estados Unidos, no tratar sobre el judaísmo ni tampoco sobre la emigración? ¿Puede una película donde el protagonista es un arquitecto que debe construir un “memorial” pretencioso, no tratar sobre la arquitectura? La respuesta a las dos preguntas es: sí.
Esto es así porque The Brutalist es, además de una buena película, una especie de artefacto arquitectónico, de capas que se superponen para dejar en primer plano las anécdotas (a veces relacionadas con el tema de la película, muchas veces no) y en segundo plano el motor real.
La historia de The Brutalist sería exactamente la misma si el protagonista fuera un ateo contratado por un evangelista, o un católico al que recluta un Emir, o… completar como se quiera. De la misma manera, la historia de The Brutalist sería exactamente la misma si el protagonista fuera un escritor contratado para redactar las memorias de un millonario, o un músico al que convocan para componer una sinfonía imposible, o… completar como se quiera. Habría que cambiar diálogos, aggiornar locaciones, pero básicamente la interacción entre los diferentes personajes sería igual. Es decir, esos elementos son secundarios, irrelevantes si se quiere a la hora de apreciar de qué trata el film.
El elemento que si se quita de The Brutalist le impediría seguir siendo The Brutalist (y que de hecho le impediría ser una buena película) es el contrato, la convocatoria, el encargo. Por eso, la película no es sobre el judaísmo, la emigración ni la arquitectura. Todos esos elementos están, pero como capas para cubrir o excusas para profundizar en lo que verdaderamente importa al director Corbet: la relación entre arte y dinero. No se trata del contrato fáustico, no intervienen aquí fuerzas sobrenaturales. Arte versus dinero. O, si se prefiere: humanidad versus capitalismo.
Tengo la suerte de que siempre me interesó generar literatura, donde no es necesario dinero para producirla (sí para publicarla, pero eso es otra historia). Alguna vez fantaseé con el cine, pero la sola idea de tener que salir a buscar financiamiento para concretarlas me hacía desistir en el acto. No solo me generaba angustia porque soy naturalmente tímido y no sirvo para vender una idea o para pedirle dinero a alguien con quien no tengo un lazo afectivo (ni siquiera sirvo para decir “buenos días” en una reunión de esas características), sino que ideológicamente me parecía un acto de prostitución y sometimiento (no se dan una idea lo que me costó solicitar becas de estudio, lo cual por suerte me atreví, aunque si no recuerdo mal la primera la tuvo que pedir mi vieja porque yo no me animaba). Desde el punto de vista lógico, me parecía imposible que alguien me fuera a dar millones por las porquerías que imagino (que son maravillosas en el momento en que se me ocurren, que durante un tiempo me llenan de felicidad, pero cuando están terminadas siempre me llevan a preguntarme cómo dediqué tanto tiempo a semejante bazofia).
Más allá de la anécdota personal, lo cierto es que hay disciplinas artísticas donde resulta indispensable la interacción entre el financiamiento y la producción. Y, por más generosos que sean los programas estatales (que, dicho sea de paso, eran muy generosos en Argentina y ahora Milei los barrió por completo), siempre será necesario más dinero para completar el proyecto. Léase “más dinero” como “se necesita un millonario”.
The Brutalist es una película acerca de la indispensable e imposible relación entre el artista y el capitalista (o, si se desea, el capitalismo). Laszlo Toth, el protagonista (maravilloso Adrien Brody), arquitecto húngaro sobreviviente del Holocausto que emigra a Estados Unidos cuando se la consideraba tierra de los sueños, primero es estafado y luego convocado por el millonario Harrison Lee Van Buren Sr. (también maravilloso Guy Pearce). El magnate desea que construya un edificio en homenaje a su madre recién muerta, una especie de espacio cultural y de encuentro para las personas del pueblo cercano que funcione como artificio para recordar por siempre a la doña (o, mejor dicho, para decirle en forma constante a las pequeñas almas del pueblito que ahí los verdaderamente importantes, relevantes, son los Van Buren). La lógica del patrón de estancia, que un día siente la necesidad de que los demás le otorguen prestigio, y disfraza eso de acto generoso.
Van Buren ve en Laszlo a un artista único, original, y al menos en un inicio desea que ese talento se maximice en el proyecto. Y lo ve, y esto es lo más importante, como algo que puede comprar y al mismo tiempo algo que siempre le resultará ajeno. A lo largo de la película, vamos viendo el desarrollo del edificio (la compra del artista) al mismo tiempo que la libertad (podría decirse el alma, o la no disimulada debilidad que lo fortalece) de Laszlo le resulta incómoda, incordiosa y también seductora.
Hay una escena extraordinaria, donde se resume toda la película. Luego de no haberle pagado por un trabajo que había contratado su hijo, y cuando Laszlo vive casi literalmente en la calle, Van Buren le pide disculpas y lo invita a una cena en su mansión. Por la asimetría de poder, lo que hizo Van Buren no solo arruinó económicamente al primo de Laszlo, sino que también terminó de destruir la relación entre los familiares. Luego del daño provocado, el millonario dice, simplemente, “lo siento”. Como si se tratara de un trámite. Como si en el tiempo que se sucede hasta el arrepentimiento Laszlo no hubiera sufrido seriamente las consecuencias. “Lo siento” a cambio de una vida casi destruída. Eso sí: lo dice con mucha elegancia. En definitiva, ya dejó en claro quién manda en esa relación. El arquitecto asiste como puede a la cena, y a lo largo de todo el evento se transforma en una especie de mono que el resto de los invitados espera que haga piruetas. Le preguntan por el Holocausto que atravesó, por su esposa que aún reside en Hungría, por la forma en que surgen sus ideas. Pero, con la excepción del abogado de Van Buren (evidentemente sincero, quien empatiza de inmediato por compartir la religión), para el resto el invitado es un condimento a las conversaciones pueriles de la cena. Para los millonarios, el artista es una curiosidad, una anomalía. Lo interrogan mientras alrededor los sirvientes circulan con bandejas, las espaldas rectas, las miradas perdidas en el vacío porque no se les autoriza que se crucen con las de los invitados. Le permiten a Laszlo (en realidad no a Laszlo, sino al arquitecto-que-sobrevivió-el-Holocausto-y-emigró-a-Estados-Unidos, más un objeto que un ser humano que posee nombre) integrarse a su mundo, le dan un salvoconducto pasajero, para mostrarle que lo ven como algo curioso y en el fondo dejarle en claro que lo desprecian.
La relación Van Buren/Laszlo es The Brutalist. Y, al ser una relación compleja, contradictoria, genera una película compleja, contradictoria. El arquitecto necesita del millonario para tener dinero con el que vivir y para desarrollar su obra. El millonario necesita del arquitecto para que la obra le de prestigio a su familia. Pero, al mismo tiempo, se desprecian: Van Buren no respeta la vocación artística que no implica materializar una fortuna (es decir, no respeta la vocación artística por considerarla abstracta y por no generar paradójicamente algo aún más abstracto: dinero, que solo posee valor si se cree esa pavada), y Laszlo no respeta la acumulación de dinero ni el percibirse un escalón por encima de la humanidad. La interacción entre ellos los lleva a contradicciones, a mimetizarse con el otro por momentos. Y no voy a spoilear el final.
Sí diré que la canción de los títulos finales entona “One for you, one for me” (una para vos, una para mí), que era exactamente el lema de trabajo del director cinematográfico John Ford (“he llegado a una especie de acuerdo tácito con los estudios de cine, ellos siempre me dan dinero y yo hago una película para ellos y luego otra para mí”). Esa canción es la que le avisa al espectador que, en el fondo, la película es una metáfora del mundo del cine y de su financiamiento.
De acuerdo a lo que acabo de describir, The Brutalist sería una película extraordinaria. Sin embargo, no lo es. Es una buena película con elementos extraordinarios. Y esto sucede porque el director parece empecinado en ocultar con capas lo que intenta decir (“los millonarios son unos hijos de puta con los que debemos lidiar los artistas”), quizás para conseguir financiamiento para su próximo film. Entonces, agrega elementos distractivos.
La identidad judía resulta importante en el comienzo, pero a medida que avanza el metraje se va perdiendo. Una vez que Van Buren Jr., sabiendo que Laszlo es judío, sabiendo que casi lo matan por el simple hecho de ser judío, le pide que en el edificio agregue una parroquia que respete la cultura católica, y que el arquitecto acepta a regañadientes, ya no tiene funcionalidad en la película.
Pero el mayor inconveniente es que sobran personajes y subtramas. La esposa de Laszlo (que por suerte está solo en la segunda mitad del film), como así también la sobrina, son personajes sobrecargados, inverosímiles e innecesarios. Cada vez que la historia se desvía en esa subtrama, uno desea que se termine pronto para volver a lo realmente interesante. Como dije antes: si se eliminaran las escenas donde participan esos personajes, la película continuaría siendo la misma. De hecho, sería mejor, fluiría.
Son elementos que hacen a una obra grandilocuente. Una especie de edificio en el que sobran pisos o funcionalidades, y los habitantes se pierden. O detalles que nos llevan a pensar que en determinado punto no sabían bien qué estaban queriendo decir o contar. Como si para conseguir financiamiento hubieran tenido que agregar el tema del judaísmo de alguna fundación específica, o como si la subtrama de “amor” fuera un agregado de alguien que no participó del proyecto original.
The Brutalist dura tres horas y media. Si se eliminara la maleza, se tendría una memorable película de dos horas o, a lo sumo, dos horas y media. De todas formas, vale por abordar un tema muy complejo (en especial para la industria del cine, por lo que dudo que le vayan a dar el Oscar: sería como reconocer que todas las películas se hacen en esas condiciones de mierda) y por las actuaciones exquisitas de Brody y Pierce. Lo cual, por cierto, es mucho.